jueves, 13 de noviembre de 2014

A veces.


Nunca antes me había sentido tan sola, tan perdida, sintiendo que este no es mi lugar en el mundo, que esto no va conmigo. Y piensas que como es posible que en una ciudad tan grande, que te ofrece tantas posibilidades, en la que sales a la calle, sea la hora que sea y está repleta de gente te haga sentir así.  Y te das cuenta, que aunque a veces necesitas ese total anonimato, esa sensación de salir a la calle y no conocer a nadie, otras en cambio echas de menos ver caras conocidas, gente que simplemente te pregunte qué tal estas aunque sea por educación y no le importe lo más mínimo. Realmente nunca estamos plenamente satisfechos con nuestra vida.
Siempre me ha gustado la soledad, esos momentos contigo mismo, en los que hablarte, pensar que es lo que estás haciendo y que es lo que deberías hacer o simplemente escuchar música y hacer algo que te relaja sin que nadie intervenga en ello. Me encantan esos ratos y los experimento muy a menudo. Sin embargo hay veces que necesitamos a los demás, necesitamos compartir nuestra canción favorita, echar una tarde entera entre cervezas y anécdotas  con un viejo amigo, e incluso una tarde de estudio por eso de que una “pena compartida se convierte en media pena”.

A veces necesitamos llorar, llorar mucho y muy fuerte, porque sí, esas frases idílicas que ves por todos lados y que tú mismo apuntas en tu agenda intentándolas aplicar cada día, están muy bien, pero no siempre podemos conseguir estar así. Porque la felicidad plena, aunque creamos que la tenemos, aunque nos empeñemos en tener ese lema como forma de vida, aunque la grabemos en nuestra piel, no existe, nunca somos felices realmente, tenemos ratos de felicidad, espejismos, pero siempre volvemos a tener momentos de oscuridad, de dolor de llanto, y es que como justo acabo de leer esta mañana “La vida es una puta. A ratos te hace pasarlo bien, te hace tocar el cielo con la yema de los dedos, pero siempre, sin excepción, termina haciéndote pagar” y es que quizá la vida sea eso, algo cíclico que alterna períodos de felicidad con otros no tan felices, y aunque nos empeñemos en vivirla, la mayor parte del tiempo, sobrevivimos sin más.

Y por eso necesitamos llorar sin motivo aparente en soledad, llorar debajo de una manta, esperando que pase el tiempo fuera de ella, como si ahí dentro realmente nos sintiéramos protegidos. Sin embargo, hay días que necesitas compartir esas lágrimas, que necesitas sentarte con alguien y que la otra persona te escuche o simplemente guarde silencio mientras lloras desconsoladamente, porque hay veces que no encontramos o no queremos encontrar la luz al final del túnel y que también necesitamos esos ratos, necesitamos expulsar con lágrimas todo lo que llevamos dentro, porque hay un momento en el que no podemos más, en el que dejamos de aparentar y simplemente explotamos.
Pero aun así en medio de todas esas lágrimas, en medio de ese camino tan oscuro que no tiene ni una pizca de luz, siempre hay alguien, por muy lejos que esté, que es capaz de sacarte una sonrisa, y casi siempre, por no decir siempre,  esa persona o esas personas son las mismas. 

domingo, 2 de noviembre de 2014

1 DE NOVIEMBRE



1 de noviembre, sábado, a priori un sábado más, la misma rutina de todos los sábados desde hace unos meses, porque sí, hace unos meses que todo cambió. Sin esperarlo, sin tenerlo claro, sin saber si era eso realmente lo que quería o si era lo que tenía que hacer, tomé una decisión. ¿Cuándo estamos realmente preparados para tomar decisiones? Si existe una edad para ser mayor de edad, para jubilarse o para pasar de ser una persona productiva a un “cargo” para la sociedad, ¿por qué no hay una edad que marca el inicio de poder tomar decisiones? Desde que nos levantamos, estamos tomando decisiones, ¿cuáles hacemos realmente sin estar condicionados? ¿cuáles tomamos realmente con total seguridad y libertad? Pues bien, yo tomé mi decisión hace unos meses. No se trata de una decisión trascendental, que me vaya a marcar toda la vida, o si, quien sabe. Tras tomar la decisión sentí miedo, miedo al hacerme mayor, a salir del nido, a volar, a enfrentarme a la sociedad como persona adulta, a tener que afrontar mis errores sin excusas. Y meses después sigo teniendo miedo.
Intento comenzar el día como otro cualquiera, como un sábado más, o menos, depende del ánimo, pero sé que eso no es así. Camino a clase sin intentar pensar mucho en lo que ocurre a kilómetros de aquí, en este momento solo me preocupa la asignatura que tengo hoy o eso intento pensar. Me dispongo a entrar, tercera semana consecutiva y sigo sintiendo la misma sensación que la primera vez. Ninguna cara conocida, nadie me suena absolutamente de nada y yo ¿para qué me voy a relacionar? Busco un rinconcito, más bien en la parte de atrás, si nadie se sienta cerca, mejor, y a pasar las horitas como mejor se pueda.
Durante la clase, mientras la profesora habla y habla de trastornos mentales, miro a mi alrededor, observo a  la gente, veo que hay gente de muchas edades, quizá casi todos mayores que yo, y me pregunto, que le llevaría a ellos a estar sentados en el mismo sitio que yo, ¿estarían trabajando?, ¿qué sería de sus vidas?, ¿estarían estudiando igual que yo? ¿Cuántos de ahí llegaríamos a la meta y conseguiríamos el objetivo?. - “Chicos esto ha sido muy preguntado los últimos años” vuelvo de un plumazo a la realidad.
Fin de la clase que se resume en un: más materia para estudiar y menos tiempo para hacerlo, pero se puede, ¿por qué no?. 15:30 y pongo rumbo a casa. Esta vez no puedo evitar pensarlo, 1 de Noviembre, y pienso lo diferente que es este uno de noviembre al de los años anteriores. Porque sí, aunque no quiera pensar mucho, no se trata de un día más. Y mi cabeza me transporta inevitablemente a mi pueblo, a mis amigos, a esa feria que me gusta tanto. Y pienso,"yo a esta hora estaría recuperándome del día anterior, arreglándome, y a por otro día de feria". Y sigo pensando, y lo importante no es la feria en sí, sino todo lo que significa. Es un rencuentro, un recuentro con amigos de toda la vida, que por circunstancias de la vida, no pueden compartir el día a día juntos, y allí, en la feria, se reencuentran y el tiempo parece no haber pasado entre ellos, parece que volvemos años atrás, en los que una fiesta hasta las 2 de la mañana en un “cocherilla” de lo más cutre, nos proporcionaba felicidad. Y pienso ¿con qué poco nos conformábamos no?, pero llego a la conclusión de que nos seguimos conformando con poco, que daría lo que fuera por un café de 30 min con mis amigas, o por compartir un vino dulce y un rebujito en esa feria con ellos. Sigo andando…

Y pensando, porque sí, mi cabeza nunca deja de pensar, yo eso de dejar la mente en blanco no lo llevo a cabo. Y pienso que esto es el comienzo de lo que me espera de aquí en adelante, que los años ya han pasado, la vida cambia y con ello nuestras obligaciones, y hasta puesto llegar a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero quito esa idea de mi cabeza, ¿Por qué condenar al futuro si aún no se lo que me depara?.